En la edición dominical de El Norte se publicó una editorial escrita por el historiador mexicano Enrique Krauze, que se intituló “Una modesta utopía.”[i] En ésta recoge ciertas ideas que había incubado sobre el destino democrático de México plasmadas en aún otro artículo llamado “Por una democracia sin adjetivos”, en su tiempo publicada en la revista Vuelta en 1984.[ii] El primero más corto que el segundo, ambos presentan las mismas características de desarrollo retórico que se repite en le quehacer cotidiano del comentario político de nuestras mentes más ilustres.
La primera etapa abre con un periodo fatídico en la historia nacional. En 1984, Krauze nos recuerda la oportunidad de enriquecimiento perdido entre 1977 y 1982; en 2014, nos remonta a la posibilidad perdida de democratización de Madero (1910) y Vasconcelos (1929).
La segunda etapa se caracteriza por una artificial ilación simétrica de lo que ha sucedido en nuestro país, y lo que sucedió en otra nación en otra era reciente o distante, sin importar cuan disímil sean sus respectivas cargas históricas, culturales o políticas. Es un interesante ejercicio de la memoria, y sin duda bastante informativo, que sirve como diagnóstico. El objetivo es didáctico y a la misma ves moralista, pero cuyas comparaciones no dejan de ser superficiales y flacas de contexto.
En la tercera etapa encontramos la prescripción para remediar el mal. A veces las recetas son exactas y puntuales; en otras, vagas y difusas. En todas encontramos marcados idealismos sin métodos claros para conseguirlos. La meta sin el roadmap.
En la cuarta y final etapa se cierra con otra fatídica sentencia, esta vez condenando a México a un via crucis sin horizonte. En 2014, Krauze lo expresaría como, “La sólida construcción material y jurídica de México… es un proceso largo y difícil”; en 1984, lo dijo así, “La mirada más distraída por el mundo actual descubre que México está lejos de ser una nación profunda o irremediablemente desdichada”.
El discurso utópico del intelectual mexicano carece de esperanza porque está atrapado en un fatalismo circular. Aunque sueña por mejorar, el sueño es derribado casi inmediatamente por su falta de pragmatismo y aterrizar las ideas de una forma más contigua y realista dentro de las problemáticas del momento. Por eso estoy de acuerdo con Krauze cuando dijo en 1984, “Grandes cosas pueden predicarse de la mayoría de nuestros intelectuales, pero no su independencia”, mismo diagnóstico al cual él mismo cae presa.
Muchas cosas se dicen que necesita México, pero sobre todo – desde nuestros medios, aulas y pláticas de café, la necesidad imperante de introducir un nuevo discurso que rompa con ese ciclo vicioso del pesimismo aplastante.
Sólo con la palabra se crea la realidad.